Gótica Capítulo 1 "Noche de Tormenta"
© Lucila Castro Díaz. Todos
los derechos reservados, queda prohibido copiar, reproducir, o modificar
cualquier parte de la siguiente obra sin previo consentimiento del autor.
Lucila Castro Díaz
Gótica
Ahora caminas por el reino de las sombras y los
senderos del silencio, ahora eres parte de este círculo sin tiempo donde reina
el poder del fuego, todos somos esclavos de la muerte.
Esta noche ya nada importa, yo me suicido un poco
cada día, aprendí a vivir con las sombras y los fantasmas del pasado, trazo con
mis manos vacías, la tumba de mis pocos días felices, mientras mis lágrimas
dibujan las líneas del silencio. No es que me seduzca el sabor de mis lágrimas,
es que en ellas recuerdo que aún queda un rastro de sentimientos humanos dentro
de mi oscuro corazón. Sé que no nací en la oscuridad, pero sólo recuerdo estar
siempre en las sombras donde sanan las viejas heridas. Para poder sobrevivir a
mí misma, me aferré a mis raíces tétricas y oscuras, entendí que la oscuridad
es mi aliada ¡Ahora! …
Diario de Helena Mendizábal Brand
Están aquellos humanos que mueren
por obra de la naturaleza, por accidente, por demasiados motivos, pero los que
más han llamado mi atención son aquellos que se perciben como muertos en vida,
son esos cuya sonrisa comienza apagarse y que el acto de sonreír los lastima
por dentro, por dentro se encuentran repletos de cicatrices y voces interiores
que jamás enmudecen.
Cuando no encuentran las razones
por las cuales comenzaron a llorar. Cuando dejaron de sentirse cómodos en el
dulce espacio del silencio. Cuando el vacío comienza a sentirse muy profundo.
Cuando todo les parece aburrido o sin sentido.
Cuando sienten un dolor en el pecho y no pueden respirar, cuando aquel grito
interior no puede liberarse. No encuentran la salida al laberinto que formaron
en su mente rota, y deciden fervientemente hacer fila para morir... Esos
humanos son mis favoritos, porque en realidad están tan vivos que sólo desean
morir, y ahí intervengo, pero no tengan miedo tarde o temprano sus almas de todas formas nos
pertenecen, todos los humanos son propiedad de los ángeles de la muerte…”
Diario de Helena Mendizábal Brand
I
Noche
de Tormenta
Se inclinó sobre la bandeja recién salida del
horno, el vapor que emanaban las galletas de chocolate le traía gratos
recuerdos infantiles a su mente. Sonrió e intentó agarrar una, sus dedos
inmediatamente soltaron la masa caliente. Antonia, se acercó y miró sus
delgados dedos. Helena la miro con una sonrisa dibujada en su rozagante rostro.
—
No has cambiado nada, sigues siendo en el fondo una niña, que todavía se
quema los dedos con galletas calientes.
—
¿No iras a regañarme
por intentar comer una de tus deliciosas galletas? – sonrió con ternura y pestañeó varias veces.
—
Échales coco encima, y
espera que se enfríen al menos un poco.
—
Ya sé, me dirás que la
masa caliente puede provocarme dolor de estómago.
—
Así es. Tengo prisa, no
sé qué hago aquí todavía.
—
No
puedes vivir sin mí — exclamó Helena haciendo un gesto, llevándose
con delicadeza la mano al pecho y sonriendo.
—
Tu madre me mando hacer
recados y aún estoy aquí contigo, como sabes no está nada bien de salud,
necesita algunos preparados de la farmacia – prorrumpió Carmen mirándola por encima de sus grandes gafas.
—
Lo sé, madre se encuentra delicada, ayer en la tarde fui a verla – la
sonrisa en su rostro despareció y la anciana intentó cambiar el rumbo de la
conversación.
—
¿Qué haces aquí a esta
hora? No deberías estar en la tienda.
—
Es una librería mi
querida, y al parecer en este pueblo no se lee demasiado.
—
Cuídate, dicen que la tormenta de esta noche se pondrá brava – musitó
Antonia poniéndose el chal sobre sus hombros.
—
Y porque lo susurras tienes miedo que el tiempo te escuche y llueva
antes.
—
Vives en medio del bosque, me preocupas mi niña — exclamó Antonia y agarró ambas manos de Helena.
—
El boque es tranquilo, la casa es segura, tu no debes preocuparte, Abel
trabaja en su estudio, no estoy sola. Te extrañaré, sé que es algo complicado
que vengas hasta aquí y te agradezco por eso, afuera te espera Esteban te
llevará hasta la casa de mi madre – la abrazó para despedirla.
—
Hasta pronto mi niña.
Antonia salió de la cocina. Helena colocó
unas galletas sobre un plato y llenó con agua hirviendo la tetera. Buscaba las
cucharas en el cajón cuando un fuerte maullido la sobresaltó, dirigió con
rapidez sus ojos hacía la ventana, allí estaba otra vez el gato observándola
agazapado. Helena dio un silencioso y lento paso hacia adelante, la pesada tela
de su falda fue el único sonido que provocó. No quería espantarlo, aquel gato
negro aparecía de vez en cuando, anhelaba acariciarlo y tenerlo de mascota,
pero este era rápido y escurridizo, ni bien dio el segundo paso el gato huyó.
Acomodó
su cabello y agarró con firmeza la bandeja. Atravesó la enorme sala, se
escuchaba un cálido sonido, una suave melodía de piano, Abel tocaba cada tarde.
Al verla se levantó.
— Hora del té, permíteme
ayudarte –
exclamó agarrando la pesada bandeja. Helena abrió las puertas del balcón,
respiró hondo el aire fresco.
— Nuestro pequeño amigo
apareció otra vez.
— ¿El gato?
— Sí, seguramente alguien quiso
deshacerse de él dejándolo en el bosque, temo que este hambriento, pero huye al
verme – sirviendo las
tazas con delicadeza.
— Así son los gatos, ya
verás que podrás ganarte su confianza, busca asilo y se hace rogar.
— Hace unas tres semanas
que aparece y desaparece, se esconde, le he dejado leche y comida en el patio
trasero.
— Mon amour, eres tierna, por ese hermoso corazón
tuyo me he casado contigo – Abel la agarró de la cintura para llevarla hacía él y la besó.
Eran cerca de las 5:00 pm de un
viernes del mes de julio, corría el año 1906. El invierno cubría con su manto
de oscuridad al pueblo de Albees, los árboles desnudos aguardaban ansiosos la
llegada de la primavera. Unos débiles rayos de sol acariciaban los rostros de
los jóvenes amantes, sentados en cómodos sillones de hierro con cojines de
terciopelo negro. La vista era inspiradora, el bosque los envolvía en el balcón
principal de la casa. Unas negras nubes comenzaban a cubrir lentamente el cielo
azul. Helena dejó descansar sobre la pequeña mesa el libro que leía de Maupassant
“El horla”. Sirvió más té a su amado esposo. Abel recibió la taza con
una dulce sonrisa, acarició suavemente el rostro de su esposa y por un instante
sintió perderse en sus brillantes ojos. El amor en ellos estaba intacto a pesar
de llevar varios años casados. Se inclinó para darle un corto beso en los
labios, aún no tenían hijos, pero no perdían las esperanzas, quizás la vida les
regalara en algún momento la llegada de un niño, de no ser así de todas formas
se complementaban.
Abel corrió la página del libro y
continúo leyendo. Las tardes de lectura de novelas, cuentos y poemas eran una
costumbre que solían compartir. A veces leían en voz alta y debatían, otras se
acompañaban en silencio.
—
¿Qué lees? –
preguntó Helena y dio un pequeño sorbo a su taza de té.
—
Por una mirada, un mundo,
por una sonrisa, un cielo,
por un beso... yo no sé
qué te diera por un beso.
¡Bécquer! – exclamó sonriente.
Abel se levantó de la silla y agarró la mano
de su esposa. Helena en puntas de pie lo besó largamente. De repente un cuervo se posó por unos segundos
sobre el barandal, chirrió y enseguida volvió a volar. Helena sintió una
extraña sensación en su pecho, parecido a un susto, exclamó con preocupación – ¡mi madre! Algo le ocurre.
—
¡Tranquila mi
amor! Mañana iremos a verla – dijo Abel,
la sostuvo de sus blancas manos y la llevó al interior de la casa abrazándola.
—
¿Y si mañana es tarde? – preguntó
sollozante.
Pudo ver por el rabillo del ojo
una sombra moverse con rapidez, miró hacía su costado, donde se encontraba un
espejo de pie, y vio pasar la distorsionada silueta negra, era una figura
espectral que se deslizaba por momentos con rapidez y por momentos con lentitud,
llevaba puesta una parca. Helena pudo sentir que el aire se tornó frío, y le
pareció que el segundero del reloj de péndulo se detuvo por unos instantes. Sus
ojos temerosos siguieron la furtiva sombra hasta que se desvaneció como si
hubiera atravesado el espejo. El viento ingresó con violencia por el ventanal,
haciendo caer al suelo las tazas de té, que acababan de dejar sobre la mesa,
aquel típico céfiro que anuncia la llegada de la tormenta. Giró asustada sobre
sí misma en medio de la biblioteca, la espectral y funesta sombra se paseó
nuevamente entre los rincones oscuro, el ambiente se percibía como a destiempo.
Por
un instante, quizás unos dos segundos, sintió que su corazón se detuvo, la
dominó un estado de embriaguez, en el cual una mirada parece quedar en la nada,
la mente flotar, una especie de ensueño, donde los pies quedan firmes, aunque
el cuerpo parece desvanecerse, casi como si se tratara de un estado de trance.
—
¿Puedes verlo? –
preguntó susurrante con los ojos aterrados ni bien volvió en sí.
—
¿Qué es? No lo puedo ver mon amour – exclamó Abel ojeando de soslayo toda la sala.
Un relámpago
estalló iluminando todo el lugar, el candelabro en el techo se mecía con el
viento. Abel miró hacia fuera, el aire estaba enrarecido, tanto que le pareció
por unos segundos estar dentro de un sueño. Los árboles crujían y se sacudían,
el día se oscureció en plena tarde. Helena apoyó sus manos sobre los hombros de
su amado esposo, ambos miraban hacía el bosque cercano, los sonidos de la madre
naturaleza los envolvía, los relámpagos estallaban en el cielo. Abel cerró las
ventanas y corrió las cortinas con algo de nerviosismo.
—
¡Tranquila mon amour! – exclamó con
ternura al verla preocupada, la abrazó con fuerza, su esposa apoyó con
delicadeza su cabeza en su pecho, todavía temblaba, la sensación de
inestabilidad no la abandonaba.
—
El sereno latido de tu corazón siempre me calma – profirió Helena, por unos segundos, cerró
sus grandes ojos –. Me
invade un terrible presentimiento, como un presagio que oscurece mis
pensamientos –
exclamó entre los brazos de su amado.
—
Aquí estoy para sostenerte mon amour, nada podrá hacerte daño, con mi
propia vida te defendería, lo sabes bien – susurró y besó su frente.
A veces no podemos darnos cuenta de nuestra fuerza interior,
pero la podemos sentir cuando nos enfrentamos a nuestros propios miedos.
Diario de Helena Mendizábal Brand
Nací en el 5 de agosto del año
1870, era una tarde lluviosa y muy fría. Mi madre padecía de ocho largas horas
de trabajo de parto. Fui bautizada bajo la fe católica con el nombre de Helena
Mendizábal Brand. Mi padre solía contarme, que ni bien llegamos al país en un
barco de vapor, mi madre dio a luz. Mi querido padre, estaba en la búsqueda de
su lugar en el mundo, era escritor y pronto consiguió un empleo, como
bibliotecario. Mis progenitores se conocieron a los diecisiete años, se casaron
en una hermosa catedral en Madrid, España, su tierra natal. Recuerdo que mi
padre solía leernos a mi hermana Hada y a mí, cuentos antes de dormir, mis
preferidos eran los hermanos Grimm y Perrault. Mi madre nos enseñó a leer y a
escribir hasta que ingresamos a la escuela, mi vida era normal, como la
cualquier persona, éramos una familia de clase media, una típica familia de
inmigrantes del pueblo de Albees, Buenos Aires.
Me gustaba jugar con mi hermana
todo el día, siempre jugábamos a la rayuela y saltábamos la soga, solíamos ir
al río a pescar, concurríamos a misa todos los domingos, ahora me doy cuenta de
los felices que éramos, pero el suicidio de mi padre el día de mi cumpleaños
cambio todo nuestro mundo familiar.
No fue hasta que él partió de
este mundo mortal que comencé a escribir, lo hacía a escondidas, escribía todas
historias de terror, me internaba en los cementerios o en el bosque por horas.
Mis cuentos de terror eran buenos, aunque en aquellos tiempos era difícil para
una mujer ganar espacio en el medio literario, más aún, viviendo en un pueblo. Al
fallecer mi padre comenzó mi fanatismo por las artes oscuras, y en secreto leía
libros paganos donde enseñaban acerca de viejos conjuros y encantamientos,
aprendí diferentes dialectos, así conocí los diferentes dioses y demonios que
dominan los reinos, las viejas tradiciones y costumbres, fiestas y
celebraciones paganas, ¡me fascinaban! El primer libro que escribí fue mi
propio libro de las sombras.
Había conocido una tarde en
bosque, a una extraña mujer que vivía en una cabaña, en la ciudad se decían
cosas terribles sobre ella y la mayoría de los lugareños le tenían miedo. Me
dijo que nació siendo una bruja natural, durante un tiempo solía adentrarme en
el bosque para visitarla, siempre la hallaba junto al muelle, también a orillas
del lago, puesto que su cabaña se encontraba en aquella parte, no le gustaba
hablar con la gente, pero dijo sentir que podía confiar en mí. Su marido estaba
enfermo postrado en la cama, no llegué a conocerlo. Su nombre era Sara y que se
había exiliado porque estaba cansada de las personas y sobre todo de las brujas
de Albees, me habló sobre el culto de Hécate y sobre una hermandad de brujas
que vivían en la ciudad. En un momento sus ojos se pusieron totalmente blancos,
me agarró la mano y me dijo que pesaba sobre mí una terrible maldición, pero a
los veinte años no resulta demasiado serio ese tipo de premoniciones. Sara era
una mujer extraña, había sido traicionada por un aquelarre de hechiceras,
motivo por el cual se aisló y prefirió una vida de soledad rodeada por la
naturaleza. Por mi parte y en completa soledad, practicaba hechicería a
escondidas, tomé contacto con la madre naturaleza y comprendí que el universo
todo lo devuelve, tanto el bien como el mal.
Mi padre se suicidó a la hora de la cena, lo
encontré muerto en su estudio, me lo dijo mi madre, aunque no lo recuerdo
¡mejor así!, él era un reconocido escritor en Albees, dueño de una pequeña
librería en la calle principal, de la cual al cumplir la mayoría de edad me
hice cargó. Fue cuando empecé a fantasear con la muerte y las tinieblas, mi
obsesión llegó a límites inesperados.
Cuando cumplí dieciocho años, intenté
suicidarme inútilmente una tarde de verano, corté mis muñecas en la tina de
baño, recuerdo que agarré la cuchilla de afeitar y me provoqué varios cortes,
la sangre fluía y el agua se tornó roja, no lloré, no me lamenté por mi corta
vida que se esfumaba lentamente, sólo cerré los ojos para dejarme ir hacía el
otro plano. Había dejado una carta pidiéndole perdón a mi querida madre,
suplicándole que recé un rosario por el descanso de mi atormentada alma, ella
creía firmemente en Dios, yo prefería no creer en ese dios que tanto temía mi
madre, entonces entre en un ensueño, caminé por un angosto pasillo cuyas
paredes estaban repletas de enredaderas, algunas de sus ramas estaban secas
otras pútridas y unas pocas tenían un profundo color verde y resplandecían de
vida. Me pareció que estas enredaderas se movían como si reptaran por las
paredes, entendí que nacían nuevas ramas y pronto se llenaban de hermosas hojas
que luego de extenderse comenzaban a pudrirse y a secarse. Una tenue luz al
final del pasillo me llevó a un sendero iluminado por la pálida luz de la luna,
a lo lejos se oía un cántico, los árboles entrelazados y desnudos daban un
aspecto lúgubre al paisaje, era como estar en el mismo bosque de Albees, pero
como si este hubiera perdido vida y color. Me sentí llevar por los susurros,
fue cuando logré vislumbrar a lo lejos una figura, quería acercarme a ella,
pero mis pies no me dejaban mover, mi cuerpo se entumeció, la figura comenzó a
caminar hacia mí, alzó el brazo para enseñarme su guadaña que brillaba, –
“Helena… No es tu hora aún…”– me dijo una apacible
voz masculina, al tenerlo de frente supe que era un hombre, aunque su
vestimenta no me permitía ver con claridad su fisonomía, acarició mi rostro y
sentí escalofríos, eso fue lo que me hizo sacudirme en el agua de latina y
volver en mí. Mi hermana me sacaba de la bañera y mi madre lloraba, fui
hospitalizada y debieron hacerme algunos puntos de sutura. Transité todo el
verano en un lugar de descanso, mi madre pensó que me estaba volviendo loca,
hasta debía asistir a unas reuniones de jóvenes cristianos de la iglesia a la
que concurría con mi madre para que me alejaran de lo que ellos llamaban
brujería. Durante un tiempo estuve molesta por llevarme a ese lugar donde debía
orar a un dios que detestaba, pero no tuve otra opción. Jamás le conté a nadie
lo que había visto cuando corté mis venas, sé que era lo que muchos llaman “el
más allá” “el inframundo” o “purgatorio” yo había cruzado el velo.
Cuando cumplí treinta y cinco años, mi madre
enfermó, no sabían que padecía, sólo dijeron los médicos, que no viviría más de
un año, de hecho, lleva ya un año entero luchando contra su enfermedad. Mi
dulce madre no se merecía el dolor que le afligía, debía demostrarle que la
amaba, esforzarme para que creyera que yo era una chica normal. Cuando murió mi
padre se encargó de mi hermana y de mí, trabajó realmente duro por nosotras, se
pasaba el día trabajando y nosotras tomamos como madre a la querida Antonia,
quien lleva trabajando para mi madre desde hacía muchos años, mi hermana y
Antonia eran todo lo tenía en este mundo, las amaba realmente, haría cualquier
cosa por ellas.
A los veinticuatro años, contraje matrimonio con el
amor de mi vida, vivimos doce años maravillosos, hasta aquella nefasta noche,
cuando comenzó mi inminente final, la maldición me arrebató todo, la deuda me
llevó a perderlo todo.
Como cada noche escribía, sentada en la biblioteca,
no podía dormir, me levanté de la cama y fui una vez más a mi estudio. Pero había
algo diferente ese día, por la tarde un horrible presentimiento me inundó el
alma, un augurio funesto se reveló ante mí en forma de una furtiva sombra. Abel
logró tranquilizarme, pero la sensación de muerte no me liberaba. Por la noche,
aquella sensación seguía, pero no quise preocuparlo más, no le dije a mi amado
Abel que estaba segura que algo fatídico sucedería. Era extraño, como si algo
macabro flotara en el ambiente, algo tétrico y terrible se acercaba.
Mis noches de insomnio solían
ser de lectura, escritura y mucho té. La campana de la puerta repiqueteó, por instinto
miré el reloj, nueve y treinta, ¿Quién podría acudir a mi puerta a esa hora? Fui
a ver quién llamaba, era la empleada doméstica de mi hermana, mi madre estaba
en sus últimos suspiros, pedía con urgencia mi presencia, sabía que este día
llegaría porque madre llevaba mucho tiempo enferma, pero de todas formas me
desesperé. Subí corriendo las escaleras, cuando llegué a lo alto caminé con
pasos lentos por el pasillo oscuro, ya que había escuchado unos pasos detrás de
mí al correr, sentí pánico de dar media vuelta, se sentía como si alguien
estuviera siguiéndome, entonces vi una imagen reflejada en la pequeña ventana
al fondo del pasillo, eso me sobresaltó lo suficiente como para dar unos pasos
hacia atrás y lanzar al suelo un jarrón que rodó sobre la alfombra, cuando
volví la mirada al vidrio la imagen ya no estaba, me arrodillé para juntar las
flores amarillas que cayeron, pero unos pasos muy cerca me aterraron, cerré los
ojos unos instantes al abrirlos, suspiré para calmarme, me levanté, me
sorprendí al ver el jarrón de nuevo en su lugar, tenía las flores totalmente
secas, no comprendí que había pasado, cuando giré, justo al pie de la escalera
vi al gato negro, sus ojos amarillos penetrantes me miraban directamente, me
incliné un poco y sonreí tranquilamente para ganar su confianza, apenas di dos
pasos hacia adelante, el animal corrió escaleras abajo, fui tras el pero no
pude verlo más.
Ingresé a la alcoba matrimonial,
un relámpago estalló iluminando a mi esposo que dormía plácidamente apenas
cubierto con la sábana hasta su media espalda, me acerqué lentamente para no
despertarlo, lo cubrí y besé suavemente sus labios dormidos, él sonrió sin
abrir sus ojos, acaricié su cabello, ¡lo amaba tanto! Entonces me marché bajo
un cielo tormentoso, tenía un mal presentimiento, aquella tarde el cuervo que
se posó en nuestro balcón no había sido un buen augurio, a parte no dejaba de
ver la figura sombría desde que había intentado suicidarme, en ocasiones lo
veía pasearse repentinamente, jamás lo hablé con nadie de esto, muchas veces se
lo adjudiqué a los remedios para dormir que me había recetado el médico y
también al té de amapola que preparaba Antonia cuando le decía que no podía
dormir.
La empleada doméstica de mi
hermana estaba demasiado alterada, no dejaba de hablar a media que el carruaje
avanzaba por el sendero. Mi querida Hada, mi hermana, nos esperaría en su casa,
pero cuando llegamos ya se había marchado hacía la casa de nuestra madre. Le
pedí a su empleada que se quedará allí, no regresé al carruaje preferí caminar,
no estaba tan lejos, apenas a unas pocas cuadras.
Avanzaba por las lúgubres calles
de la ciudad, pensando en que debí de avisarle a mi esposo, pero dormía tan
plácidamente que no quise despertarlo. Un viento frío sacudió mi cabello, me
dio un terrible escalofrío, pensé en mi madre, imaginé que quizás no pudo
esperarme, me apresuré, cuando en una esquina encontré a una persona.
—
Creo conocerla señora ¿es usted Helena?... ¡Sí!... Es usted – dijo dando largas pitadas a su tabaco.
—
Discúlpeme tengo algo de prisa – le
respondí tajante, me asusté, él sabía mi nombre.
—
Espere... Soy un viejo amigo de su padre, fui su editor ¿me recuerda
señorita? – exclamó en
tono sereno y amigable aquel extraño hombre. Creí conocerlo, estaba
elegantemente vestido de negro, tenía un bigote oscuro y era demasiado pálido.
—
Disculpe señor en otro momento, tengo demasiada prisa – apuré mi paso,
el hombre se quedó allí en aquella lúgubre esquina.
Al llegar a mi destino, mi hermana me recibió llorando.
—
Quiere verte, de esta noche no pasa, va a morir – dijo limpiando su rostro con el pañuelo. Toqué su vientre.
—
¿Cómo está el bebé?
—
¡Bien! estamos bien, nuestra madre pidió verte, es ella quien importa
ahora– respondió Hada sollozante.
Entré con pasos mudos, la ventana
de su cuarto estaba abierta, la cerré, la observé desde ahí, estaba tan delgada
que apenas podía reconocerse. Mi madre se apagaba lentamente ante nuestros ojos
sin que nada pudiéramos hacer, en su rostro se notaba que ya había aceptado su
muerte. Dormía. Besé su frente y abrió los ojos, me sonrió dulcemente como
siempre, comencé a llorar como niña regañada sobre su regazo, madre acariciaba
mi cabello como de costumbre.
—
¡Ya mi niña no llores! ... siempre voy a amarte – me dijo, me levanté y corrí a la calle, no pude soportar verla morir.
Me senté en la entrada de la
casa, lloré hasta que ya no pude más, levanté la cabeza y en la vereda de
enfrente estaba el hombre que me había cruzado en la esquina, este salió de las
sombras y caminó hacia mí.
—
Tu madre es una buena mujer, es una pena que muera esta noche – sonriendo.
—
¿Cómo sabe de mi madre enferma? – pregunté asustada.
—
¡Qué ironía! Escribes de mí y no
me reconoces.
—
¿Quién eres? ¿por qué dices que mi madre morirá esta noche? – pregunté atormentada.
—
Te he dicho que conocí a tu padre, sé mucho más de lo que crees, en este
momento no intento atosigarte, pero pronto hablaremos de una deuda que ha
dejado pendiente tu padre.
—
¿Qué deuda? Por favor déjeme sola, no sé de qué habla – le dije con la
voz elevada y mirándolo de arriba abajo.
—
No veremos pronto, quizás en unas pocas horas – respondió él y se alejó.
Cuando entré a la casa, mi
hermana me abrazó llorando.
—
Nuestra madre se sentó en la cama, pero el medico dijo que es cuestión
de días, morirá, nuestra madre morirá Helena – repetía Hada limpiando sus
lágrimas nos abrazamos.
—
Tranquila Hada, piensa en tu niño, no debes esforzarte. Iré a verla.
—
El doctor debió sedarla, quedó profundamente dormida, ven bebamos algo
caliente antes de que regreses a tu casa.
Cuando bebíamos el té de hierbas
tranquilizantes que nos preparó Antonia en la sala, le pregunté a mi hermana si
tenía conocimiento de que nuestro padre hubiera tenido pendiente alguna deuda
con su editor, sólo sabía que él, al morir había dejado una suma en el banco, y
que madre trabajó para no perder el dinero heredado. Cuando me hice cargo de su
librería, todos los papeles estaban en orden y no se debía ninguna boleta ni
nada a nadie. Pensé que ese hombre en la calle sería quizás alguna especie de
broma de mal gusto, o quizás alguien que lo conoció e intentaba llamar la
atención, o aprovecharse de nuestra desgracia, padre después de todo, era un
conocido escritor en Albees.
Me despedí de Hada y de Antonia. Antes de salir
miré el reloj, eran casi medianoche. Estaba tan devastada que decidí caminar
hasta casa, me ayudaría a relajarme, no me importaba la oscuridad de las calles
ni mucho menos el sendero del bosque, llevaba conmigo una linterna de mi padre,
sólo ansiaba caminar, siempre había sido el mejor remedio para mis inquietudes,
necesitaba pensar y borrar de mi rostro aquella expresión de tristeza, debía
refrescar mi mente y no quería que Abel se diera cuenta que había llorado
hondamente. Aunque no sé cómo, siempre termina dándose cuenta que he llorado y
me hace la terrible pregunta de: “¿Estuvo usted llorando señorita”? A lo que
por lo general reaccionó y rompo en llanto para recibir gratamente su dulce
contención.
Me encontraba al final de la
última calle empedrada, antes del comienzo del bosque, las campanas de la
parroquia tañían, era ya medianoche. Me detuve en la iglesia de Santa Ana, no
encontré a nadie, agarré un cirio y encendí la linterna. Cuando llegué al
sendero observé el cielo, las nubes habían ocultado la cálida luz de la luna
llena, se dibujaban unos débiles rayos, recordé que mi querida Antonia me dijo
en la tarde que se desataría una tormenta intensa, pero llegaría a casa antes,
puesto que aún parecía estar lejana y no me encontraba demasiado lejos, quizás
a unos treinta o cuarenta minutos.
Tomé el sendero, las hojas
crujían bajo mis pies, me asombró el silencio en el bosque, podía escucharse el
zumbido del viento entre las ramas de los árboles y de tanto en tanto alguna
lechuza. El camino estaba oscuro, pero podía iluminar mis pasos con el candil.
Cuando me encontraba a unos veinte minutos de llegar a casa, en la senda me
encontré con aquel gato negro que se paseaba por mi casa. Continué mi camino y
el gato comenzó a seguir mis pasos, me detuve, me incliné y el gato, al fin permitió
que lo acariciara. Un relámpago estalló en el cielo con tanta violencia que
pude sentirlo bajo mis pies en la tierra, el gato corrió hacia el espeso
bosque. Temí que algo le sucediera y decidí salirme del sendero e intérname en
la maleza para salvarlo, la tormenta sería muy fuerte. Podía escuchar su
maullido, parecía que algo le había sucedido, otro relámpago estalló y se
desató la intensa lluvia, corrí entre los árboles, una filosa rama me arrebató
mi chalina. Me encontraba a orillas del lago y no podía encontrar al gato, la
tormenta se desató con furia, debía de regresar al sendero. Era inútil intentar
salvar al animal, las frondosas ramas por el momento me mantenían bastante a
salvo de la espesa caída del agua. Pude ver a lo lejos la cabaña de Sara, la
mujer que visitaba años atrás, sabía que no me encontraba tan lejos de casa,
pero no llegaría a salvo, pediría refugio a mi antigua amiga, la chimenea
humeaba, por suerte pude percibir luz en su casa, estaba despierta sin dudas,
al menos me quedaría allí hasta que la tormenta cesara un poco. Comencé a
correr y mi linterna se apagó, resbalé y caí al lago.
No te olvides de dejarme tu comentario, seguir este blog y de compartir el primer capítulo de Gótica, para que otras personas también puedan leerlo.
¡Gracias!
Muy buena historia ya quiero que salga el próximo me quede emociondo saludos
ResponderBorrarTodos los viernes iré publicando un capítulo nuevo. Gracias por comentar. Saludos.
BorrarHermoso e intrigante capitulo; me gusta mucho ese lado poético que le da los fragmentos de diarios. gracias por compartir tu novela
ResponderBorrarMuchas gracias Javi por comentar.
Borrar